Shopenhauer, como filósofo, es una personalidad vigorosísima, y a través de su llaneza y sencillez se descubre un orgullo aristocrático. Por las circunstancias especiales de su vida, estableció desde el principio una comunicación directa con el público y escribió, no para certámenes, ni para centros oficiales, ni siquiera para estudiantes, sino más bien para la posteridad. No conoció las transacciones, los acontecimientos, el respeto a los prejuicios inveterados, ni el temor a las represalias de las clases oficiales, ni siquiera a la indiferencia del público. No condicionó honores, ni buscó recompensas, ni pretendió alagar a los casiquillos burocráticos. De aquí resulta ese desenfado, esa resolución, esa nobleza de su verbo.
A estas condiciones de libertad e independencia que rara vez se dan en un escritor se debe, en gran parte, la sinceridad y la claridad que brillan en estas páginas como oro de buena ley. El no haber profesorado en ningún puesto retribuido hizo que pudiera dar a su exposición ese color de intimidad que hace su obra más propia de los salones intelectuales que de las dependencias de la secretaria de educación pública, como también la ausencia de esa pedantería en que tan fácil es caer frente a una masa de oyentes cuando se está encargado de adoctrinarles. Orgullo, sí, pedantería, no. La pedantería es el orgullo falsificado. El orgullo es ingenuo; la pedantería, recatada y artera. En esta edición también puede usted leer la opinión de grandes pensadores acerca de: el amor, las mujeres y la muerte.